11. octubre, 2015 Autor: Martin Esparza
La insostenible “verdad histórica” que a lo largo de 1 año buscó apostar al agotamiento de la lucha social en torno a la desaparición de los 43 estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero, más que al esclarecimiento del lamentable hecho, se vio avasallada por las muestras de solidaridad que por todo el país refrendaron su apoyo a los padres y familiares de los ausentes, recordando a las autoridades la enorme deuda que en materia de justicia tienen no únicamente con los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, sino con los más de 26 mil desaparecidos a lo largo y ancho del territorio nacional, desde el sexenio de Felipe Calderón.
El pasado 26 de septiembre, y sin importar las inclemencias del tiempo, miles de mexicanos salieron a las calles de la Ciudad de México, y de otros estados, a mostrar a una voz el hartazgo que priva en un pueblo agraviado por la creciente injusticia y la impunidad con que operan no únicamente los grupos criminales que controlan amplias regiones del país, sino los cuerpos de seguridad y fuerzas castrenses, aliados con los capos en el rentable y sangriento negocio del narcotráfico.
Resulta inconcebible, pero sobre todo aterrador, que en un país con aparente sellodemocrático e institucional, respetuoso del marco jurídico y la aplicación de las leyes, ninguna autoridad pueda dar razón del paradero de miles y miles de personas desaparecidas; peor todavía, que la gente se siga esfumando a la vista de operativos conjuntos entre policías locales, estatales, federales y hasta Fuerzas Armadas.
Como lo demostraron ampliamente los reportes presentados por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, la noche de los trágicos sucesos ninguna autoridad federal o militar prestó auxilio a los normalistas cuando eran atacados a mansalva por los policías municipales y entregados a los lugartenientes del grupo criminal Guerreros Unidos.
Imposible negar el grado de lenidad y connivencia de cuerpos militares y elementos federales en una región caracterizada por ser la principal productora de goma de opio para la elaboración de heroína, la masacre de Ayotzinapa sirvió para destapar una de mayores dimensiones: el hallazgo de innumerables fosas clandestinas en Iguala y los municipios aledaños, donde decenas y decenas de cadáveres permanecen en calidad de desconocidos ante la angustia de muchas familias que, por temor a represalias, se abstienen de reclamar el cuerpo de un ser querido.
¿Quiénes son esos muertos anónimos que también merecen justicia? ¿Cómo fue posible que ocurriera tal cantidad de ejecuciones sin que nadie se percatara de ello?
Hasta el momento no se ha explicado a la nación el surgimiento de un camposanto clandestino de tales dimensiones. Monumento a la impunidad con un epitafiodedicado al agonizante estado de derecho.
Diversos reportajes posteriores a la desaparición de los normalistas, compilados por medios nacionales y extranjeros, hablan del estado de exclusión y terror que siguen padeciendo los habitantes de poblaciones y rancherías donde, inexplicablemente, ninguna fuerza pública ha logrado restablecer el dañado tejido social y la aniquilada paz ciudadana. Miles y miles de mexicanos que para su desgracia habitan en las zonas disputadas por el narco, ya sea por el control de las rutas de trasiego como por las tierras destinadas a la producción de mariguana y amapola, sobreviven en una constante zozobra y en la incertidumbre de un estilo de vida regido por la violencia extrema.
Reportes de la Agencia Antidrogas estadunidense (DEA, por su sigla en inglés) indican que en los 56 municipios del Norte de Guerrero se produce el 60 por ciento de toda la goma de opio del país, misma que transformada en heroína, con gran demanda en el mercado de adictos estadunidenses, reporta ganancias superiores a los 1 mil millones de dólares al año para los grupos criminales. Y si bien las autoridades mexicanas aceptan esta realidad, de manera por demás insólita el problema subsiste manteniendo en una encubierta “esclavitud” a los habitantes de las regiones guerrerenses de Tierra Caliente y de la Montaña que siguen “secuestrados” por las gavillas de sicarios.
No resulta difícil de entender el porqué la espontánea participación del pueblo de México quedó de manifiesto en el primer aniversario de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa; el efecto multiplicador de los abusos contra los habitantes de todo el país es un problema social generalizado que no puede silenciarse con meros recursos retóricos ni cosméticas manipulaciones mediáticas.
En cada rincón del territorio hay una familia agraviada que, al igual que los padres de Ayotzinapa, le llora a un ser querido y se une a su reclamo de justicia. El estado de excepción que priva en decenas de municipios de Guerrero es el mismo que padecen cientos de municipios en todos los estados de la República, como acontece en Tamaulipas, donde muchas regiones están prácticamente en poder del narcotráfico.
La cifra oficial de 26 mil 580 desapariciones es elocuente: en México, el Estado va perdiendo la batalla contra los grupos delincuenciales y en buena medida por la colusión de elementos corruptos incrustados en los cuerpos de seguridad, Fuerzas Armadas y mandos medios, que armando endebles tinglados como la “verdad histórica” de la masacre de Iguala, tratan de ocultar una problemática de dimensiones nacionales que ha retumbado ya, como un incontenible grito de protesta, también en los foros internacionales.
Por la interminable lista de afrentas en contra de la sociedad, es que ciudadanos libres y conscientes salieron a las calles a demostrar que los familiares de los 43 de Ayotzinapa no están solos y, por el contrario, ahora surge la propuesta para que ninguna lucha social quede aislada ni en el olvido, como absurdamente se pretendió hacer con el movimiento de los normalistas desaparecidos.
La demanda porque en el país se haga justicia a campesinos, indígenas, trabajadores o colonos agredidos cotidianamente en sus derechos fundamentales es un reclamo permanente que no tiene vuelta de hoja. Y si erradamente se creyó que el país se tragaría la versión, sostenida con alfileres, de la endeble “verdad histórica”, ahora puede considerarse lo que está por venir si se insiste en soslayar una responsabilidad de tales proporciones.
Hasta el momento aún ronda sobre las fabricadas investigaciones y contradictorios testimonios el fantasma de la incredulidad, razón por la que debe exigirse a los expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos prosigan con sus indagatorias para conocer la verdad y castigar a los culpables. Por estas inconsistencias donde se oculta la impunidad es que la solidaridad con los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa es perenne.
Martín Esparza Flores*
*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas
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