Los acuerdos a que mandatarios de todo el mundo llegaron en la 21 Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático (COP21), celebrada en París, pueden quedar en el nivel de los buenos propósitos en que se anclaron pactos ambientales como el Protocolo de Kyoto, al que países como Estados Unidos —segundo mayor emisor de gases en el mundo—, se negaron a ratificar por no atentar contra los intereses de sus poderosas empresas petroleras que como Exxon/Mobil han hecho de la contaminación y degradación de los recursos naturales de muchos países del mundo un negocio redituable con la explotación de hidrocarburos.
Aunque en la reunión internacional se pactaron acuerdos y compromisos, se careció del establecimiento de un mecanismo que sancione a los gobiernos que no cumplan a cabalidad con la reducción de sus emisiones de gases de efecto invernadero, como es el caso de naciones emergentes como China, principal emisor del mundo.
Aun cuando el encuentro gozó de una espectacularidad mediática, el asunto quedó reducido al ámbito político dejando intacto el análisis crítico de un contexto económico que a nivel internacional mantiene intacto el brutal desequilibrio entre los países ricos y pobres como resultado de un modelo económico impulsado por los organismos internacionales que privilegia los intereses de las poderosas trasnacionales, bajo la protección de gobiernos neoliberales. Situación que anula la verdadera aplicación de las políticas ambientales y el castigo a los responsables de estar envenenando el planeta.
Si bien los efectos del cambio climático ya se reflejan en la fuerza descomunal de fenómenos naturales como huracanes y los tsunamis que traen destrucción e inundaciones atípicas, devastando cada año amplias regiones de los países en desarrollo y dejando en la miseria a miles de personas, para muchos gobiernos esto lejos de preocuparles les genera un nuevo filón de corrupción al destinar importantes recursos públicos para las labores de “reconstrucción”, que vía las asignaciones de contratos les reportan millonarias ganancias ilícitas.
Es preocupante que mientras en el planeta van camino a la extinción decenas de especies, se insista en alentar políticas públicas que en aras de un errado modelo neoliberal permitan a empresarios voraces como los del sector minero seguir contaminando tierras de cultivo y ríos, como sucedió hace unas semanas en Zacatecas, en la mina Saucito, propiedad del dueño de Grupo Peñoles y recién condecorado por el Senado con la medalla Belisario Domínguez, Alberto Bailleres, donde se derramaron al medio ambiente 600 toneladas de residuos contaminados con metales pesados y sustancias químicas peligrosas.
Hace apenas un año, en la Unidad Noche Buena de la Minera Penmont —otra de las empresas de Bailleres—, de Caborca, Sonora, sucedió algo similar con el derrame de 82 mil litros de cianuro, pero de manera increíble las autoridades sanitarias y ambientales de nuestro país han permitido que estos delitos ambientales se cometan y repitan con absoluta impunidad y ahora se autoriza, vía la Reforma Energética, la extracción del gas de Lutitas mediante el sistema de fracking que implicará el uso de miles de metros cúbicos de agua que terminarán contaminando con sustancias tóxicas mantos freáticos y recursos hídricos por todo el país.
¿No es esto un claro contrasentido a lo asentado en el acuerdo de París?
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